Estamos viviendo una distopía

El progresismo actual se autoproclama como el pináculo de la historia moral de la humanidad. Se presenta como un proyecto de liberación, justicia y avance, cuando en realidad representa la etapa más peligrosa del totalitarismo: aquella que ya no necesita cadenas visibles porque controla el lenguaje, y por ende, la percepción misma de la realidad.

La reciente legalización del aborto hasta el momento del parto no es un avance. Es la legalización del infanticidio bajo otro nombre. Y eso solo es posible en una era donde las palabras ya no significan lo que nombran, sino lo que conviene. Lo que antes era matar, ahora se llama interrumpir. Lo que antes era un ser humano, ahora es tejido gestacional. Y así, la atrocidad se vuelve derecho, y la muerte, progreso.

No es la primera vez que ocurre. La historia está plagada de ejemplos donde el lenguaje fue usado para encubrir el mal. El calvinismo anglosajón, por ejemplo, dio origen a una teología que despojó al ser humano de su dignidad universal, sentando las bases para justificar el racismo moderno, las persecuciones religiosas contra los católicos, las guerras colonialistas de Inglaterra y Holanda, el apartheid e incluso el nazismo. Todo ello fue defendido, discutido y promovido con un vocabulario técnico, jurídico o teológico cuidadosamente diseñado para hacer que el mal sonara necesario… o incluso virtuoso.

Hoy vivimos en la era de la posverdad. La verdad objetiva ha sido sustituida por la narrativa útil, por la emoción validada, por la consigna que más retuits genera. Ya no se busca lo que es verdadero, sino lo que conviene creer. Y en ese contexto, todo se vuelve posible. Incluso la barbarie.

Porque cuando el lenguaje se rompe, la conciencia se entumece. Ya no hay realidad que nos confronte ni verdad que nos incomode. Solo queda un espejo que nos devuelve lo que queremos oír, aunque esté construido sobre cadáveres semánticos.

La cultura de la muerte ha aprendido a hablar con dulzura. Y eso, precisamente, la hace más letal.