Del símbolo al vacío: la modernidad como ruptura con lo sagrado.

“Los símbolos son una manera de ver lo invisible; eliminarlos es condenarse a vivir en un mundo plano y sin profundidad.” Roger Scruton

“Cuando se pierde la capacidad de lo simbólico, el hombre ya no puede elevarse; se vuelve prisionero de lo literal.” Romano Guardini

Hubo un tiempo —no tan lejano, aunque hoy parezca milenario— en que la vida cotidiana estaba entretejida con el misterio. Los hombres y mujeres del mundo premoderno vivían bajo un cielo lleno de signos. No solo en las iglesias, sino en las calles, en los gestos, en las fiestas del calendario, en la arquitectura, en el arte, en los saludos, en el trabajo y en la muerte. Todo tenía un significado que lo trascendía.

La panadera que amasaba el pan en el alba ofrecía su labor como oración. El campesino que sembraba en la tierra sabía que de su esfuerzo dependía no solo el sustento, sino que cooperaba con la creación divina. El noble y el mendigo compartían un calendario común lleno de santos, estaciones litúrgicas y rituales que recordaban, una y otra vez, que esta vida era apenas un umbral hacia otra. Incluso la diversión —los juegos, la música, las celebraciones— tenía en su centro lo sagrado, no lo trivial. La existencia, aunque dura, era más humana, porque era simbólica.

Y el símbolo no era adorno: era sustancia. Una cruz en la puerta, una campana que sonaba al mediodía, una procesión que pasaba por el pueblo: todos recordatorios constantes de lo que tiene verdadero valor. No se trataba de vivir con miedo, sino con orientación. El símbolo actuaba como brújula en un mundo vasto, caótico, misterioso. Y era precisamente esa orientación la que permitía a esas sociedades, con todas sus carencias materiales, sostener una forma de felicidad serena, una alegría profunda y resistente.


“La fe tiene necesidad de formas sensibles, de gestos, de lenguaje, de arte… Cuando éstas desaparecen, la fe misma comienza a evaporarse.”

“El hombre moderno ha intentado construir un mundo sin Dios, y termina construyendo un mundo contra el hombre.”

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)

Luego llegó la ruptura.

Primero de forma gradual, después violenta. La Reforma protestante, y con ella la sospecha hacia las imágenes, hacia los ritos, hacia lo visible como medio para alcanzar lo invisible. Se desmontaron altares, se taparon frescos, se borraron fiestas del calendario. El símbolo comenzó a ser reemplazado por la palabra abstracta, y luego, ya en la modernidad plena, por la técnica, por el algoritmo, por el procedimiento. La cruz fue sustituida por la eficiencia. El campanario por la alarma del celular.

Hoy vivimos, en apariencia, en el paraíso del confort. Nunca hemos tenido tanto, y sin embargo, nunca nos habíamos sentido tan poco. En una sociedad que ha vaciado de símbolos su vida, lo único que queda es la repetición de uno mismo. La persona moderna, carente de un “afuera” que le dé sentido, se encierra en su experiencia sensorial, como si el cuerpo fuera la única fuente legítima de realidad. Comemos, viajamos, compramos, vemos, tocamos. Pero rara vez comprendemos. Y menos aún nos elevamos.

Porque en esta cultura sin símbolos, nadie nos recuerda ya que fuimos hechos para algo más grande.


¿A dónde puede ir una sociedad que no se recuerda a sí misma? ¿Una sociedad que no se orienta hacia nada fuera de sí? ¿Una sociedad donde ya no hay signos que apunten hacia lo eterno?

El riesgo no es solo el nihilismo. Es algo peor: la sustitución del símbolo por la distracción. Del alma por el “yo”. De la liturgia por el espectáculo.

Pero no todo está perdido. Hay quienes aún recuerdan. Quienes buscan, entre las ruinas del presente, las migas sagradas del pasado. Quienes intuyen que el regreso a los símbolos no es nostalgia, sino esperanza. Que recuperar los gestos, las imágenes, los ritos y las palabras que elevan no es una regresión, sino una contra-revolución.

Porque quizás la única forma de reconstruir una sociedad verdaderamente humana… …sea volver a mirar al cielo.